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"No me da pena nada" - La Rosa y el Fuego



Para el que se ha vaciado de sí mismo no existe el ridículo. Si nos olvidáramos, si nos vaciáramos de las ilusiones y quimeras del "yo", el temor no llamaría a nuestras puertas, y sentiríamos el mismo inmenso alivio qué cuando desaparece la fiebre alta. Nada desde adentro, nada desde afuera podría perturbar la serenidad del que se ha liberado del "yo". Los disgustos no lo punzan, las críticas no lo amargan. Eliminado el "yo", adquiere el hombre plena presencia de sí y control de los nervios en el modo de hablar, actuar y reaccionar. Pero, ¡ojo!, esto no se consigue de una vez para siempre. Después de disfrutar de una soñada paz, de pronto, en el momento menos pensado, yo me sentía turbado de nuevo. Me analizaba, y otra vez era el temor engendrado por el "yo". Nuevamente tenía que vaciarme y recuperar la serenidad.

Desprendido de sí y de sus cosas, y liberado de las ataduras del "yo", el corazón pobre y humilde entra en el seno profundo de la libertad. Y, a partir de ahí, llega a vivir libre de todo temor, en la estabilidad emocional de quien está más allá de todo cambio. Al corazón pobre y humilde, liberado ya de la obsesión de su imagen ("yo"), le tiene sin cuidado lo que piensen o digan de él, y vive, silencioso, en una gozosa interioridad. Se mueve en el mundo de las cosas y acontecimientos, pero su morada está en el reino de la serenidad. Nada tiene que defender porque nada posee. A nadie amenaza y por nadie se siente amenazado. El pobre en el espíritu no juzga, no presupone, nunca invade el santuario de las intenciones y su estilo es de alta cortesía. Es capaz de tratar a los demás con la misma consideración con que se trata a sí mismo. Una vez desprendido de la pasión del "yo", pasa a la compasión con la humanidad doliente. El corazón humilde no se irrita contra nada, respeta las leyes de la creación y entra gozosamente en su curso. Deja pasar las cosas a su lado y deja que las cosas sean lo que son. Y una vez sumergido en la corriente de la vida, trata con ternura a todas las criaturas de Dios, y siente gratitud y reverencia por todo. Esta, y tantas otras intuiciones, experimentadas por mí mismo, derramadas en mis libros con mil matices diferentes, me hicieron emprender un programa áspero, pero liberador: no dar satisfacciones al "yo", no defenderse, no justificarse, no buscar elogios, no hablar de sí, rehuir a los aplausos, desaparecer, volar al país del olvido. En suma, "niéguese a sí mismo". Y todo esto, no nos hagamos ilusiones, lentamente: en el camino nos esperan los desalientos y los retrocesos. Hay que comenzar por aceptar, de entrada, que la vida sea tal como es.

Ignacio Larrañaga - La Rosa y el Fuego. 

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