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Bajo el sol de Satán.


El desierto debe ser el campo donde luchan cuerpo a cuerpo Dios y Satanás
El desierto debe ser el campo donde luchan cuerpo a cuerpo Dios y Satanás


¡Una noche en el desierto! No hay espectáculo que se le pueda comparar. La oscuridad y el silencio se encuentran en un abrazo de alta fusión, cubriendo la tierra con una inmensa mortaja; y sólo se escucha el aullido lejano de algún chacal; los barrancos y contrafuertes de formas fantásticas desaparecen en el seno de la oscuridad. No queda otra realidad que un firmamento absolutamente deslumbrante y subyugador. Y algo más: Dios. Un Dios tan cercano y tangible que casi se le puede dar la mano.


 

FUE AL DÍA siguiente del bautismo. La noche había sido un puro delirio: como los ríos en el mar, los mares se habían desaguado en sus comarcas, anegando campos y huertos. El Pobre estaba todavía bajo los efectos de aquella Voz del río, aquella voz de predilección, que fue una verdadera declaración de amor en cuyas aguas el Pobre seguía todavía navegando. ¿Qué es lo que sentía: turbación, vibración, exaltación? Necesitaba detenerse, tomar distancia, poner orden. Sintió una imperiosa necesidad de desierto, necesitaba soledad, anhelaba llegar lo más pronto posible hasta el fondo del silencio.


Sin previas reflexiones, sin hacer cálculos, emprendió presurosamente el camino hacia el interior del desierto, arrastrado por los corceles de la alegría, una alegría oscura, inexplicable. Era tan intenso el oleaje de su alma y, a veces, aceleraba tanto el paso que parecía como si estuviera huyendo de alguien; y, de pronto, se detenía como frenado por sus propios pensamientos. Pero no se trataba de pensamientos, sino de palabras, palabras que resonaban en sus valles interiores como una música de fondo: Hijo Amado, Elegido...


—Lugar privilegiado es el desierto... —pensó, mientras caminaba—. Dicen que Satanás aguarda allí, en las doradas arenas, a los combatientes del espíritu para cribarlos; pero yo sé muy bien que los profetas buscaron el rostro de Dios en esas abrasadas soledades. Entonces —concluyó como dándose ánimos a sí mismo— el desierto debe ser el campo donde luchan cuerpo a cuerpo Dios y Satanás.


Mientras estaba ocupado con estos pensamientos, caminaba a paso lento. Soplaba entre las piedras el viento del desierto, y de cuando en cuando podía distinguir a lo lejos inquietantes silbidos de serpientes. El sol se había remontado hasta lo más alto del firmamento, y caía como fuego sobre su cabeza. Buscó ansiosamente una sombra para aliviar su fatiga y huir, aunque sólo fuera por unos instantes, de las garras de un sol implacable. Se acercó a un saliente de roca, que proyectaba una precaria sombra, y se sentó a descansar. Sintió gratitud por aquella roca que así le cobijaba y le liberaba de la furia solar. Y después de respirar profundamente dio rienda suelta a sus pensamientos: —Para todo el pueblo de Israel, y también para nuestra casta sacerdotal, el Mesías es un caudillo militar, un comandante en jefe, que, después de fulgurantes gestas heroicas, será ungido como Rey de Israel, como antaño lo fueran Saúl y David, para establecer sobre el mundo el sagrado imperio de Israel, por medio del cual Dios reinará para siempre en toda la tierra. Ésta es la opinión firme del pueblo, desde el Sumo Sacerdote, que traspasa el Umbral Sagrado una vez cada año, hasta los leprosos, que, por ley, tienen que situarse veinte metros más allá del borde de los caminos.


Pero a mí —continuó reflexionando el Pobre—, después del sagrado Baño del río, se me ha revelado otra cosa. Mejor dicho, se me ha declarado y he sido confirmado por el Señor Dios como Ungido y Enviado, para recorrer otra ruta con otra figura: por la pobreza al amor, por el despojo a la donación, por el dolor a la redención. Delante de mis ojos, allá lejos, sobre la roca más alta, el Señor ha diseñado para mí un Pobre que triunfa entregándose y reina dando la vida, no arrebatándola. ¿Dónde está la verdad? ¿No habrá sido todo un sueño, un batir de alas, un resonar de voces vacías sobre mi cabeza, en el río? La turbación asomó a su rostro sobre el pozo de su alma. Necesito seguridad —continuó pensando—, necesito avanzar hasta el corazón mismo del desierto para que el Señor me manifieste su voluntad, pero una voluntad tangible, como esta roca que me cobija.


El pobre de Nazaret. Capítulo III: Bajo el sol de Satán.

P. Ignacio Larrañaga

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