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Expatriado



Vemos, pues, que comienzan a asomar al paisaje de Jesús nieblas de decepción que, con el paso del tiempo, se tornarán en nubes oscuras de desaliento. Poco le duró, pues, al Pobre de Nazaret la gloria y el gozo de un día azul. ¿Qué hacer? No podía sustraerse a su función y destino de Mesías doliente, en el que, por voluntad del Padre, estaba ya sumergiéndose.


A pesar de que los Evangelios nos presentan el mensaje y la presencia de Jesús como un día de bodas, como un concierto de flautas en la plaza (Mt 11,16-18), hay también, no obstante, en las páginas evangélicas destellos y claroscuros por los que sospechamos que el Maestro estaba familiarizado con el sufrimiento.


La escena de la expulsión de Nazaret parece el preludio de aquel otro aciago día en que Jesús, expulsado de la patria y de la vida, sale de la ciudad, traicionado y solo, para ser crucificado. Podemos afirmar que, en esta escena de Nazaret, el Pobre comienza su descenso en las aguas del dolor; y, por lo demás, este episodio señala su alejamiento definitivo, desengañado, de su propia tierra, ¿Señal roja y anticipo del rechazo final de toda la nación? Llegó, pues, Jesús a Nazaret. ¿Cuál podría ser la secreta intención de este regreso? No se le escapaba que, precisamente entre sus parientes, tan arrogantes, y en general en la aldea, todavía se vendimiaba el vino rojo del rencor y se mantenían aún las espadas en alto. Sabía también que, entre álamos de hojas amarillas, crecían todavía los matorrales de sentimientos bastardos por haber abandonado Jesús la aldea, despreciándola, según ellos, y dando preferencia, ahora que era famoso, a Cafarnaún. Como se ve, sentimientos rastreros de gente ruin. Regresar a Nazaret era meterse en un avispero, él lo sabía. ¿Qué es lo que pretendía, entonces? ¿Un asedio pertinaz pero amoroso, inundando la aldea con una marea de bondad, buscando su rendición incondicional, una conversión masiva, cortando las cabezas de las víboras y sepultando rencores? En todo caso, Jesús corría un alto riesgo. Sólo un Pobre que no tiene nada que perder puede meterse en tales aventuras.


Llegó Jesús a la casa de su Madre. Llevaba aproximadamente un año de ausencia. El reencuentro fue un largo abrazo envuelto en un gran silencio. Madre e Hijo se sentaron bajo el granado florecido del huerto. La Madre dijo:

—He navegado por el mar de tus sueños, Hijo mío. Tengo bien guardados tus martillos, garlopas y sierras. Noche a noche he velado tu sueño, y día a día tus pasos y mis pasos han ido a un mismo compás, mientras los olivos, las viñas y los trigales han dado su fruto. He derramado a tu paso perfume de tomillo y laurel; y sé que, a tu paso, el mundo se ha apaciguado, y has abierto sementeras que van de horizonte a horizonte, y por todas partes se ven segadores preparados para la faena. En tus ojos veo intimidad y dulzura. Estoy contenta, bienvenido seas, Hijo mío.


El Hijo respondió:

—También yo he navegado en el mar de tu silenciosa presencia, Madre. Hay en mi exilio una consoladora soledad, y en mi soledad te he visto siempre en pie, desvelada; y, bajo la luna extraña y gozosa, he escuchado tus melodías en mis silencios. He visto florecer a mi paso árboles desnudos, las espigas maduraron, la higuera estéril dio dulces frutos, el barranco se ha poblado de cipreses y laureles. Los pobres son reyes, a los tullidos les nacieron alas, muchas lágrimas se han secado y le he doblado la mano a la muerte. Estoy contento, Madre: he dado cabal cumplimiento a lo que mi Padre quería.

Se cree que Jesús habría estado en la casa de su Madre dos o tres días. Había venido buscando una oportunidad para lanzar en su ciudad una urgente apelación. Llegó, pues, el día sábado: era la oportunidad. Madre e Hijo fueron juntos a la sinagoga, igual que entonces, cuando él era un niño y ella una madre joven. Jesús parecía un álamo enhiesto, sin miedo a los vientos. Las grandes noticias sobre sus actuaciones en Cafarnaún habían golpeado fuertemente, como una ventolera, en Nazaret. Algunos estaban entusiasmados y sinceramente deseosos de escucharle. La mayoría, sin embargo, se mantenía irreductible, hostil y cerrada.


Llegados a la sinagoga, la Madre se situó entre el grupo de las mujeres y el Hijo en el de los hombres. Por encima de las cabezas de los asistentes se sentían cargas eléctricas de alta tensión. Bastaba una chispa para que aquello ardiera. Después de las oraciones rituales, al llegar al servicio de la Palabra, Jesús se levantó y avanzó hacia el ambón para hacer la lectura que precedía al comentario. Desenvolvió el rollo y miró serenamente el auditorio. El espectáculo era francamente impresionante: en medio de un silencio tan denso que se podría cortar con una espada, todos los ojos sin excepción estaban abiertos, expectantes, fijos en el Pobre de Nazaret.


Jesús sabía qué quería y a dónde se encaminaba. Buscó, pues, directamente el texto que le interesaba. El texto hacía explícita referencia al Mesías de los pobres, el servidor manso y humilde, constituido en instrumento de misericordia en favor de todos los desvalidos de la humanidad. En suma, era una referencia explícita a aquel mesianismo que el Padre le había señalado en la declaración del Jordán.

"El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva, a proclamar la liberación de los cautivos y la vista a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor".
(Lc 4,18-19).

En medio de la expectación general, Jesús enrrolló pausadamente el volumen y se lo entregó al maestro. Todos los ojos eran espadas clavadas e inmóviles en el rostro de Jesús. Comenzó a hablar lentamente, diciendo:

—Aún Nazaret dormía en el sueño de la inexistencia cuando el profeta contempló mis días y escribió estas palabras que hoy acaban de cumplirse cabalmente en mí: saltaron los candados de las prisiones, los pobres han adquirido títulos de nobleza, los expatriados regresan cantando canciones de la patria, los desposeídos han cosechado donde no habían sembrado, el sol luce en la frente de los ciegos, las lágrimas se han trocado en perlas, la muerte ya no tiene la última palabra. Se ha cumplido el tiempo, llegó el Reino de Dios.


Su voz era vibrante, como el sonido de un fuerte viento, pero, al mismo tiempo, aterciopelada como la voz de una flauta. Todos estaban pasmados, no podían dar crédito a lo que estaban viendo y oyendo; mientras, entre aspavientos y en voz baja, se decían unos a otros:

—¿Qué es esto?, ¿estamos viendo visiones? ¡Parece cosa de magia! Lo conocemos desde niño, no ha estudiado en parte alguna, ¿de dónde le viene esa sabiduría? No entendemos nada. Estas exclamaciones procedían de aquel grupo de personas que no alimentaban una animadversión especial hacia él.


Pero los que le eran hostiles le contraatacaron arrogantemente y de manera frontal y grosera, diciendo:

— ¡Médico, cúrate a ti mismo! El viento ha esparcido por toda Galilea los prodigios que hiciste en Cafarnaún. Si fueras un hombre bien nacido, harías primeramente tus milagros en favor de tu propio pueblo, de tus parientes y amigos. ¿Acaso no hay aquí paralíticos encadenados a sus lechos, ciegos sin luz en sus ojos, dementes con confusión en la cabeza? ¡Hijo desagradecido y desnaturalizado de este pueblo que te alimentó y te crió! Si así desdeñas a tu pueblo, ¿cómo esperas que éste acepte tu mensaje? Aquella carga de hostilidad se abatió sobre Jesús como una granizada. Sintió tristeza y desaliento. Dudó un instante sobre el sesgo que debería dar a aquel diálogo, que se había tornado, casi de entrada, en una rispida polémica. Con tono más bien moderado comenzó a explicarles que la familiaridad resta aprecio y aun respeto, y que allí donde el profeta es conocido, como en la propia familia o vecindario, se acaba desconfiando y descreyendo de él, precisamente a causa de la excesiva familiaridad y confianza.

Pero al contemplar aquellos rostros herméticos y ásperos de sus contrincantes, a Jesús se le vinieron en un instante al suelo todas las esperanzas; y pensó que había llegado la hora de la confrontación total, la hora del todo o nada; y mirándoles directamente a la cara, añadió:


—A los hijos de la casa se les quitará el pan para dárselo al forastero; si en el propio pueblo se recibe al Enviado con brazadas de ortigas y piedras, lo que le corresponde hacer al profeta es sacudir el polvo de sus sandalias y partir para otro lado. Caducaron para siempre las leyes de la consanguineidad y de la patria: los vecinos de Nazaret, Cafarnaún y Cana son, todos por igual, hijos de un mismo Padre y forman todos una sola familia. Recuerden: en tiempo de Elías, en aquella terrible sequía, el profeta fue enviado al territorio de Sidón, fuera de Israel, a la viuda de Sarepta. Muchos leprosos había en tiempo de Elíseo, y ninguno de ellos fue curado, sino un extranjero de Siria, Naamán. Ya no hay patria, nacionales o extranjeros; todos vosotros sois hermanos.


Al oír esto estalló, incontenible, la ira de los oponentes de Jesús, mientras le decían:

— ¿Qué te has creído, hijo del carpintero, insolente, traidor? Algunos de los allí presentes se levantaron; y bastó que un descontrolado emergiera del grupo, lanzándose sobre Jesús con intención de golpearlo o lincharlo, para que los demás, en una típica reacción instintiva de masas, avanzaran también sobre él con el propósito de asesinarlo.


Jesús, al darse cuenta de sus aviesas intenciones, salió apresuradamente del recinto sagrado, en medio de una barahúnda desenfrenada de agitación, odio y terror. Mientras se alejaba atropelladamente, tomó el rumbo del cerro más próximo, acosado de cerca por aquellos nazaretanos enfurecidos, con piedras en las manos, que le gritaban una y otra vez: ¡Traidor!, ¡blasfemo!


En medio de la desenfrenada carrera, a alguno de los perseguidores de Jesús le cruzó por la mente la genial ocurrencia de encaminarlo, en la confusión del acoso persecutorio, hacia el despeñadero que se abría al borde del cerro, para, desde allí, empujarlo y precipitarlo al vacío. Sería la ejecución más rápida y eficaz. En una turba de cuarenta o cincuenta hombres, siempre hay jóvenes más veloces; éstos fueron cercando a Jesús y lo forzaron a dirigirse hacia el precipicio, mientras él recibía piedras e insultos.


Así estaban las cosas cuando, de pronto, Jesús detuvo su marcha; sus perseguidores también lo hicieron. Fue un espectáculo increíble: con una serenidad imperturbable, Jesús se dio media vuelta, y los miró fijamente: nadie se atrevió a arrojarle una piedra más ni a lanzarle un insulto. Y, con total dominio interior, comenzó a caminar, pasando tranquilamente en medio de ellos; ahí se quedaron los furiosos asesinos, con la boca cerrada y las piedras en las manos. ¿Qué tenía este hombre? Lo que tenía es que no tenía nada, porque aquel que nada tiene y nada quiere tener, ¿qué puede temer? Lo que tenía era la típica serenidad y seguridad de los pobres de Dios, que acabó por desconcertar y desarmar a aquella horda asesina.

Sobran los comentarios. Es un texto extremadamente fuerte (Lc 4,14-30; Mc 6,1-6). Aunque el episodio tuvo un desenlace feliz, se asemeja notablemente, en su génesis y desarrollo, como ya lo hemos dicho, al final trágico del Pobre de Nazaret: "Tomaron a Jesús, y él, cargando con su cruz, salió hacia un lugar llamado Calvario, donde lo crucificaron" (Jn 19,17). A pesar de su final feliz, se trata, pues, de una escena trágica de la que emergen resplandores rojizos que preanuncian el Calvario. Es una miniatura que contiene todos los componentes de su final violento: la última visitación, ardiente apelación, rechazo brutal, intento de eliminación del profeta.


El Pobre, sin entrar en Nazaret, se alejó para siempre de su ciudad. No nos consta por los Evangelios que hubiera regresado en otra oportunidad. Fue su última visita. Se alejó solo. Tomó la ruta que pasaba por Cana en dirección del lago. Nubes oscuras con ráfagas de luz que presagiaban tormenta cubrían el cielo de Jesús. Era como el soldado que ha salido herido del campo de batalla. Estaba dolorido, y se sentía solitario, triste. Necesitaba consolación. Decidió pasar la noche en un cerro, para hablar con el Padre. Y cuando caía la noche oró de esta manera:


—Padre Santo y querido: estoy debatiéndome a solas con mis sombras. Las heridas están abiertas, y necesito al aceite de tu consolación, Padre mío. Sé que no puedo llegar al alba sino por el sendero de la noche, pero dame la mano para la travesía. Cántame, Padre, una honda canción, quizás una canción de cuna, y la alegría volverá desde tierras lejanas. Envíame un fuerte viento de popa: de nuevo levaré anclas, soltaré las amarras y partiré hacia alta mar. ¿Será que el viento dispersará las semillas sobre estepas estériles? Yo iré por delante sembrando; tú vendrás por detrás tocándolo todo con tu mano mágica, y hasta las ortigas y los espinos florecerán. En mi camino de piedras planta tú, Padre mío, hierbas aromáticas, tomillo, albahaca y menta. Aguas frescas manarán esta noche, y mañana habrá nieve sobre el Hermón, y aliento en mi alma; y, alegre, partiré de nuevo hacia el lago.


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