MUCHAS veces se recordará esta verdad: la mente humana es el manantial principal de nuestras aflicciones. Si despertaras y tomaras conciencia de eso, de que tu mente es la máquina que genera tanta angustia, desaparecerían de tu alma la mayor parte de tus penas y tristezas.
Veamos como nuestra mente agranda el sufrimiento: al sentir una emoción, al experimentar un disgusto o, simplemente al vivir un acontecimiento, es tal la identificación que se da entre la vivencia y esa persona, es decir, la sensación de la experiencia absorbe y ocupa de tal manera el primer plano de la conciencia, que la persona tiene la sensación de que en ese momento no hubiera en el mundo más realidad que esa vivencia. Por ejemplo, si me cubriera los ojos con las manos, tendría la impresión de que en este mundo, en este momento, no hay otra realidad que estas manos porque ellas ocupan enteramente mi mirada; pero, cuando las separo de la cara, veo que ellas son una insignificancia en el concierto de las cosas.
Con la mente sucede lo mismo: la vivencia de lo que está sucediendo en ese momento, -digamos este disgusto-, de tal manera envuelve y ocupa la conciencia, que la persona carece de distancia o perspectiva para apreciar objetivamente la dimensión del suceso real que está viviendo, y es dominada por la sensación de que lo que está sucediendo tiene una dimensión total. Es decir, la absolutiza a causa de la proximidad y la falta de términos de comparación, y sufre horriblemente. Por ejemplo, tiene la impresión de que no hubiese otra realidad que el disgusto presente, y de que siempre será así, y la persona es tomada enteramente por la angustia. Pero no siempre será así. Cuando a la vuelta de horas, días o meses, toma una razonable distancia y abre la perspectiva suficiente, comprueba que aquello tan horroroso no era más que un episodio insignificante de su vida. Luego vendrá otro disgusto, el cual a su vez pasará, y luego otro, que también pasará, y aquí no queda nada. Todo es un incesante pasar, todo es relativo.
Es una locura llorar hoy por cosas que hoy son y mañana no serán. Y, así, la gente vive absolutizando cada uno de los disgustos vividos en alto voltaje, y su existencia se transforma muchas veces en un infierno. Si en cada episodio por el que tanto sufres te dieras un toque de atención, despertaras y tomaras conciencia de que eso que te parece tan espantoso no es más que una insignificancia en el transcurso de la existencia, ¡cuántas angustias de tu vida se reducirían a su mínima expresión!
Relativizar no significa, pues, disfrazar la realidad, como el avestruz que esconde la cabeza para no ver el peligro. Es todo lo contrario, se trata de situar los hechos en su verdadera perspectiva y dimensión. En suma, relativizar es objetivar.
Se te murió el ser más querido, cayó sobre tu alma el vacío, la noche y la tristeza de muerte; ¿para que vivir?, pensaste. Pasó una semana, la tristeza te hundió en la depresión; pasó un mes, comenzaste a respirar; pasaron seis meses, comenzaste a olvidar a aquel ser
querido y a vivir normalmente; pasó un año, el ser querido es un recuerdo tan lejano…; pasaron cinco años y tú vives como si aquella persona nunca hubiera existido. Todo es tan relativo… Aquí no queda nada. Todo es un pasar. ¿Porqué angustiarse hoy por cosas que mañana serán vacío, silencio, nada? Si el día que te visita un disgusto mortal te dieras una llamada de atención y lo relativizaras, ¡cuánto sufrimiento desaparecería de tu alma!
El Arte de Ser Feliz
Ignacio Larrañaga
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