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XIV Estación: Jesús es colocado en el sepulcro

Y llegada ya la tarde, puesto que era la Parasceve, que es el día anterior al sábado, vino José de Arimatea, miembro ilustre del Consejo, que también él esperaba el Reino de Dios y, con audacia, llegó hasta Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.

Pilato se sorprendió de que ya hubiera muerto y, llamando al centurión, le preguntó si efectivamente habla muerto. Cerciorado por el centurión, entregó el cuerpo a José.

Entonces éste, habiendo comprado una sábana, lo bajó y lo envolvió en ella,

lo depositó en un sepulcro que estaba excavado en una roca e hizo arrimar una piedra a la entrada del sepulcro.

María Magdalena y María la de José observaban dónde era colocado.

Mc 15, 42-47.


Reflexión

—Padre mío[1], acabo de atravesar por las corrientes del desconcierto. Vengo saliendo de las olas confusas, desde tenebrosos precipicios. Mc destrozaron la flor de la certeza y me dieron a beber un vino amargo, un vino inebriaste. He esparcido mis clamores a los vientos del desierto, y estoy saliendo de un reino desolado, cuyos únicos moradores son las serpientes.

Pero todo pasó, Padre mío. La batalla llegó a su término, el drama está consumado. La pesadilla que acabo de sufrir no ha sido más que una horrible sensación. Pero lo que importa no es sentir, sino saber. Y ahora una dichosa certidumbre ha comenzado a inundar de alegría mi yo último. Como contraste, y contra todos los espejismos y sensaciones, en el centro de mi alma se levanta la certeza como una espada recta y brillante: Yo sé, Padre mío, yo sé que estás aquí, ahora, conmigo. Y "en tus manos entrego mi vida" (Lc 23,46).


Oración Final



Mi Señor[2]; en recuerdo de tus manos atravesadas por los clavos, inspiradme el gesto generoso, y que estas mis manos sean dispensadoras de vuestras larguezas, muy abiertas a la hora de dar generosamente. Déjame trabajar por los demás, como Vos, cuyas manos prodigaron curaciones y, en recompensa, no recibieron otra cosa que crueles clavos.

Como Pedro, en el lago, quiero agarrarme de tus manos, Señor.

No te sueltes de mi mano, hijo mío. Cuando ruja la tempestad del orgullo, acuérdate de que soy manso y humilde de corazón. Cuando, dentro de ti, se agiten las olas de la cólera y de la ira, acuérdate de mí dulzura en los momentos de la catástrofe, en la Pasión.

En esas tus manos quiero entregarme como el enfermo en manos del cirujano. Quiero que estas mis manos no se cansen de prodigar gratuitamente acogida y atención, dispensar sin fatiga generosidad y bondad.

Acepto, Señor, morir con las manos vacías, vacías porque no quisieron guardar nada para sí y porque no se cansaron de dar.


[1] El Pobre de Nazaret - Capítulo VIII: CONSUMACIÓN. En las aguas profundas.

[2] Cartas Circulares a los Guías: Palabras de Vida y Esperanza. Circular 17.

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